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lunes, 20 de febrero de 2017

El cubo y la ola

La película Cube se estrenó en 1997, poco antes de que alcanzaran su momento culminante las protestas contra la globalización. Quizá este ambiente inspiró su diálogo central. El planteamiento de la película es el siguiente: varias personas despiertan dentro de una estancia cúbica sin saber cómo han llegado hasta ese lugar y sin conocerse. La estancia comunica por todas sus caras con otros cubos que a su vez llevan a otros. Tratan de salir al exterior pasando de cubo en cubo pero algunos cubos esconden trampas mortales. En el siguiente diálogo uno de los personajes revela que, por su trabajo, sabía algo sobre esa construcción en la que están atrapados... pero no todo.


Lo que describe el personaje recuerda a lo que ocurre con la globalización. Un número creciente de personas viven hoy día forzadas a relaciones impersonales en empleos especializados en los que se limitan a cumplir con una función parcial y a los que no ven un sentido profundo que puedan comprender y sobre el que puedan decidir. Tampoco es posible cuestionar la finalidad general en la que se insertan esos trabajos. Y la misma lógica de limitación de la capacidad de decidir se aplica a los propios parlamentos nacionales, ahora reos de una integración comercial chantajista que dicta sus órdenes políticas en nombre de impersonales mercados como si estos generaran automáticamente leyes racionales y democráticas.

Los mercados, sobra decirlo, están determinados por el poder del dinero y de quien lo detenta. Los índices bursátiles no reflejan la evolución de la opinión pública como si el valor de una acción fuera el voto de una persona. Y este poder del dinero en los mercados indica que existen responsables de la globalización muy interesados en ella. Pero estos responsables también actúan de un modo fragmentario, sin una gestión conjunta que velara por que la injusta y antidemocrática maquinaria que han construido fuera al menos gobernable y no adquiriera un rumbo propio que puede acabar con todo. Simplemente se confía en una lógica, "funciona bajo la ilusión de un plan maestro" al que seguimos por las expectativas que proporciona a pesar de que hoy día está bastante generalizada la conciencia de que "estropeamos el mundo". La doctora -la mujer rubia que habla en este diálogo- no carece de razón al señalar a unos responsables concretos, pero la maquinaria global ha sido diseñada precisamente para que no pueda ser controlada, poniendo mucho celo en que las reglas queden al margen del control humano una vez acordadas en tratados o instituciones independientes -sin "injerencias" políticas, dicen-, se ha vuelto una lógica deshumanizada e ingobernable. ¿Por qué los parlamentos no pueden poner límites ambientales efectivos aunque restrinjan el crecimiento, o límites sociales frente a la exclusión social a pesar de que ya producimos mucho más de lo necesario para cubrir las necesidades materiales de todos? ¿Cómo hemos llegado a este punto? "La razón por la que estamos aquí es que todo está descontrolado"... y así seguirá a menos que decidamos dejar de confiar la política a la lógica del interés individualista, o lo que es lo mismo, a la lógica autómata del mercado global autorregulado.

Cuando el mercado autorregulado hizo su aparición en el seno de las naciones y pasó a ser la principal institución económica fue engullendo la organización social previa, y con ello alcanzó la relevancia de un régimen político. El mercado trataba a las personas como meros inputs a explotar del modo más eficiente, tomando los medios de subsistencia en forma de salarios como costes a reducir, y tomando la naturaleza como recurso cuyo agotamiento futuro no se considera en las fórmulas. Esto llevó a exigir de los estados y de su legislación mecanismos de compensación por la nueva y cruel dependencia de un mercado. Pero la expansión supranacional del mercado ha hecho trizas la capacidad política de los propios estados, ahora dependientes de los criterios mercantiles privados. Si la dependencia del mercado libre ya pone difícil cualquier tentativa de frenar sus diversas formas de explotación, so pena de obstaculizar su funcionamiento, la subordinación de las naciones a un mercado que las trasciende hace perder toda esperanza de poder reconducir sus externalidades. Por su mera existencia, la globalización impide la racionalidad democrática y es ciega a los intereses a largo plazo o a los limites ambientales. Urge revertirla desde el mismo corazón financiero de su concepción, que como un virus, mata al huesped que lo aloja.

En este contexto y ante las consecuentes crisis, el aumento de la desigualdad y la precarización del trabajo asalariado, no debería resultar extraño que la perplejidad y la confusión generalizadas lleven a los votantes a optar por una reacción de pura ruptura con el mecanismo global apoyando a quien la prometa. Las protestas contra la globalización antes citadas, lideradas por la parte más consciente de la sociedad, fueron ignoradas, y ahora se están pagando las consecuencias. Gran parte de la izquierda fue partidaria o connivente con la globalización, quizá engañada por un legítimo espíritu universalista pero que en este caso no tenía nada que ver con el internacionalismo de clase sino con una integración comercial al servicio de las élites. Y los principales sindicatos se acomodaron en la gestión de acuerdos en las fábricas patrias y carecieron del empuje cultural y de la ambición globalizadora que sí mostraron los propietarios neoliberales. En consecuencia es la derecha nacionalista la que ahora está recogiendo el descontento en muchos países desarrollados.

¿Qué implicaciones tiene este giro político? De entrada es necesario apreciar el nacionalismo económico por cuanto reduce la insostenibilidad debida al descomunal movimiento de mercancías así como la dependencia económica del incontrolable entramado comercial global. Sería deseable llevar aún más lejos una relocalización de la producción dentro de los propios estados en la medida de lo posible, (algo a lo que podrían contribuir las pujantes tecnologías de fabricación distribuida y a demanda si se insertaran en otra lógica económica, o las cooperativas de consumo agroecológico por poner algún ejemplo de la economía solidaria). En este sentido, es grato constatar que los tratados comerciales y las instituciones económicas supranacionales no son aún intocables y pueden deshacerse. Además, los parlamentos nacionales son las únicas instituciones políticas que, a día de hoy, y si recuperaran su poder librándose del chantaje de los mercados, podrían recoger la expresión de la voluntad democrática y ponerla de nuevo por encima del condicionamiento económico de los mercados.

Pero aquí nos encontramos con otro peligro. Como ya ocurriera en el pasado, una involución nacionalista que no distinga los males de la globalización y que se limite a negar todo universalismo llevando a un repliegue de las poblaciones identitario, sectario y competitivo, puede traer consecuencias aun peores. Porque nacionalismo puede no significar simplemente una forma de recogimiento económico y político sino una apuesta por el encumbramiento de la nación propia sobre las demás en los rankings económicos, (aunque esto suponga una mayor degradación ambiental dentro del territorio, la explotación entre naciones y el deterioro de la convivencia), o incluso una más idealizada apuesta por la supremacía de la patria de cada cual. 

Para ilustrarlo podemos acudir a otra película, en este caso basada en un experimento real. Se trata de La ola, (2008). (Existe una adaptación previa de 1981 para la televisión). El argumento es el siguiente. En un curso de una semana para explicar qué es la autocracia el profesor decide simular la creación de un movimiento fascista. Aparentemente ninguno de los participantes, adolescentes de la parte acomodada del mundo, tiene motivos claros para sentirse atraídos por algo así. Pero el experimento acaba revelando una necesidad de pertenencia grupal que tienta a muchos de ellos, incluido el propio profesor, convertido en el líder del movimiento, y esto les lleva a tomárselo en serio más allá del curso.


En la versión de 2008, llama la atención lo mal parados que salen los anarquistas en la forma de ser representados en la película, empezando por el profesor, que en realidad quería dar el curso de anarquía y acaba seducido por su propio experimento de autocracia revelando un carácter autoritario. Y las ideas del movimiento que llaman La Ola son de izquierda antiglobalización, aprovechando la escandalosa desigualdad de nuestros días, esa flagrante injusticia que no ha hecho sino aumentar en las últimas décadas. Conociendo la manipulación ideológica habitual en el cine moderno, diría que es algo intencionado, para desacreditar estas tendencias ideológicas. Además, para conformar su movimiento, el profesor apela a un espíritu comunitario novedoso para los participantes, y que a la postre también queda en mal lugar, como algo peligroso.

Pero cabe hacer una segunda lectura: cuando el profesor instrumentaliza ese espíritu comunitario desconocido para los alumnos, y que parece despertar algo ilusionante en ellos, está delatándose una carencia de nuestro mundo. Nuestra civilización no da respuesta a aquello para lo que estamos naturalmente constituidos, y como en toda represión, la desinhibición puede arrollar la psique humana de una forma desequilibrada. (Algo que, por cierto, también trata de explotar el coaching empresarial). Esa falta de ese sentido comunitario en la vida cotidiana, el desarraigo cultural y el desamparo propios de la expansión de los mercados como institución hegemónica de la sociedad, (primero a escala nacional y ahora globalmente), pueden acabar haciendo atractivo un movimiento autoritario que apele a la protección desde sentimientos de identidad y pertenencia excluyente en competición con el resto del mundo.

Esta es la reacción que está detrás de los nacionalismos emergentes en los estados opulentos que tratan de atrincherarse competitivamente frente a la desprotección y los daños sociales propios de la globalización cuando estos han empezado a generalizarse, (a pesar de que han sido las élites de estos estados las que han desestabilizado el mundo con la imposición de sus políticas globalizadoras y de sus intereses desde hace mucho tiempo). No hay un movimiento popular fascista detrás del apoyo a los actuales líderes nacionalistas ni estos proponen una autocracia, pero comparten y promueven valores que nos acercan a esa forma de ver el mundo. Quien no crea que esto puede ir más lejos quizá no habría creído que Hitler podía llegar tan lejos considerando sólo sus primeros años de relativo éxito.

¿Y acaso estos partidos de derecha no van a defender el poder global de sus élites patrias? El carácter primario y excluyente del ideario nacionalista con el que se está reivindicando esta relocalización, marcada por la primacía -América first- y no sólo por los argumentos racionales contra la globalización, puede acabar desembocando en un mayor deterioro de la convivencia global, y en una mayor indiferencia hacia los límites naturales del crecimiento económico. El nacionalismo se encuentra ante la misma encrucijada planetaria que también la izquierda desprecia. Tal y como se proponen hoy día ambos movimientos, sólo buscan ser una alternativa para crecer con más fuerza o para renovar esa expectativa.

La ausencia de una estructura de reglas para la gobernanza internacional, dejando esta al albur de la razón de estado, (de cada estado), lleva a las relaciones internacionales la lógica individualista que el sistema de mercado requiere de todos nosotros pero ahora adoptada por los estados como agentes económicos. El egoísmo nacional de este no-sistema facilita que tarde o temprano pueda producirse una ruptura de la convivencia pacífica, (como ocurrió con la ruptura del concierto europeo a principios del siglo XX). Dada la necesidad de alimentar el mercado del que depende la sociedad también dentro de las naciones, la paz pasa a ser algo secundario. Y en cualquier caso, este comportamiento nacional acabará desbaratando los recursos de uso común a gran escala -atmósfera, océanos, biodiversidad- amplificando así la habitual tragedia del mercado como principio gestor de los bienes no regulados.

Podemos citar varias noticias que apuntan en esta dirección, aun de modo incipiente: la amenaza del Reino Unido de convertirse en un paraíso fiscal, la tensión surgida entre EEUU y México, Irán o China, el negacionismo sobre el cambio climático, el nuevo impulso de las tuberías de gas y petróleo que atravesarán los EEUU, una creciente y desinhibida xenofobia.



Tanto la globalización como el nacionalismo se centran en la rivalidad; son dos formas de competir y beben de ese mismo principio, (y en realidad ambas han continuado actuando en el pasado reciente sólo que con distinto énfasis, como muestran las guerras geoestratégicas y por los recursos). En ambos casos se busca jugar mejor una partida que, en el esfuerzo por ganarla, se supone traerá beneficios para toda la sociedad, (al menos la propia). Pero, como ocurre en el caso de la educación, el énfasis en la competencia lleva a elegir el camino más fácil para pasar la prueba a corto plazo, no el que aporta mayor comprensión o calidad en el desarrollo. En el caso que nos ocupa, el juego de la competencia nos lleva a elegir caminos que no tienen en cuenta ni el equilibrio social, ni el internacional ni la sostenibilidad; nos lleva a elegir el camino que sólo sirve para intentar pasar una prueba posicional en un sistema de valoración disfuncional.
 

¿Cómo construir una buena alternativa a la globalización, una sostenible, inclusiva y cooperativa en lugar de una explotadora, excluyente y que promueve la rivalidad?

Lo primero que deberíamos tener en cuenta es que las condiciones sociales no determinan nuestro comportamiento pero lo condicionan decisivamente. No es tanto una cuestión de causa-efecto pura y dura como de probabilidades. Podemos citar en este sentido otras experiencias equiparables a las de La ola, como el Experimento de Milgram o el de la cárcel de Stanford. Por eso es importante prever qué tipo de conducta promueve cada ordenamiento legal, cada estructura de incentivos y de poder, cada forma de concebir las relaciones internacionales o incluso los propios discursos de las personas con relevancia pública. ¿Hacia qué apuntan los discursos de Trump y de los nacionalistas europeos? ¿Hacia dónde los discursos de los economistas globalizadores?

Con la globalización, la megamáquina de Mumford se ha liberado de una cúspide que pueda identificarse fácilmente, y en este entorno deliberadamente inseguro y relativista, la ansiedad se traduce en un profundo deseo de algoritmos eficaces que ordenen la conducta y que nos resuelvan los problemas. Cuando esto falla y la compleja construcción empieza a causarnos daños, el mismo miedo -ese miedo a la libertad que describió Fromm- lleva a buscar el auxilio de líderes autoritarios. Pero este giro en las elecciones recientes permite comprobar que todo depende, al menos en  parte, de lo que promovamos colectivamente. También podríamos tomar las riendas de una forma más activa y cooperativa en lugar de confiar en algoritmos con desconocidos efectos secundarios o en liderazgos fuertes. Y por eso es importante definir los objetivos a los que convendría apuntar, o lo que no es muy distinto, elegir de qué modo nos organizaremos para avanzar hacia el incierto futuro.

Deberíamos evitar tanto el peligro del cubo, donde una estructura concebida racionalmente ha perdido de vista el sentido y la sostenibilidad, como el peligro de la ola, donde las soluciones primarias que parecen aportar sentido abandonan la racionalidad, utilizan la exclusión y renuncian a integrar en su modelo una propuesta de convivencia para todo el planeta, algo imprescindible hoy día por muy complejo que parezca.

Los políticos convencionales y sus medios afines, escandalizados por los éxitos del Brexit y de Trump, y por el ascenso del nacionalismo en Europa, en general se han limitado a hacer alharacas retóricas sin reconocer ningún mal concreto en el modelo de sociedad que tan interesadamente han promovido en las últimas décadas y al cual se aferran. Son aspavientos desesperados que no tienen posibilidad alguna de frenar la tendencia. Es más, ellos la han provocado. Para frenarla sería imperativo reconocer primero las consecuencias de la globalización.

La globalización hace aguas y tratar de salvarla insistiendo en su retórica es en vano. Para proponer alguna alternativa real y razonable es necesario asumir que la rentabilidad de los mercados financieros internacionales no puede constituirse como la piedra de toque de las valoraciones humanas al margen del criterio ético y político de los ciudadanos. Es necesario reconocer que los derechos de propiedad son sólo derechos, y como tales, deben estar sujetos al criterio democrático del que emana la legitimidad de todo derecho. Es necesario asimilar que las condiciones materiales no son lo más importante para nuestra realización personal, una vez superada cierta suficiencia, y que la biosfera, tal y como la necesitamos, no puede asumir un crecimiento indefinido de las mismas. Y es imprescindible definir, proponer y defender un modelo de convivencia planetaria alternativo que no nos deje en manos de la simple lucha por la posición.

El objetivo de esto último no sería tanto una implantación inmediata de este modelo de convivencia como establecer un polo de orientación que pudiera ir ampliando el número de países adeptos a medida que se experimenta con el mismo. Por muy lejano y meramente teórico que pueda parecer un proyecto de convivencia mundial, un modelo de gestión común para lo que nos concierne a todos, explicarlo enviaría un mensaje concreto a las emociones y a las expectativas de quien escucha aunque a la vez propongamos una relocalización de la producción y del poder político: no podemos desentendernos de la convivencia, de la tolerancia a la diversidad y de la gestión de problemas comunes; no podemos apelar a la selección de la nación más apta en un espacio de confrontación y de disposición incontrolada de una biosfera con claros límites, porque con los medios a nuestro alcance hoy día, eso acabaría con todo y con todos.


"Necesitamos algún tipo de re-casamiento de un poder y una política que actualmente viven divorciados."
Charla del recientemente fallecido Zygmunt Bauman en la presentación del documental En el mismo barco

Por lo tanto tendremos que innovar políticamente. La encrucijada inédita en la que se encuentra el planeta así lo pide. Ya no nos sirven los sistemas que degradaron el mundo con su dogmatismo a ambos lados del muro. Ya no nos sirven los muros. Tendremos que retrotraernos a aquellas bifurcaciones que quedaron olvidadas en la historia. Y tendremos que fijarnos en lo que florece en los márgenes. En este blog hemos hablado de algunas de esas alternativas. Y para este caso podemos tomar el ejemplo de un paradigma emergente que responde tanto a la tradición olvidada como a la más excelente y precursora innovación: el procomún, actualmente de plena actualidad en algunos ámbitos, (software y hardware libres, P2P, cultura libre, wikipedia), y a la vez apoyado en una vasta red de tradiciones a lo largo de todo el planeta de las que Elinor Ostrom intentó extraer algunos principios.


“El desafío al que nos enfrentamos es la concepción de nuevas formas de gobierno
que transformen necesariamente la naturaleza de la soberanía del Estado."


"David Bollier. Pensar desde los comunes,
(disponible en el enlace para su descarga y difusión).

El sentido que el autor da a esta frase es que "el Mercado/Estado no es capaz de persuadirse a sí mismo de la necesidad de establecer límites significativos a la actividad comercial que los está exacerbando." Y por tanto, es necesario conceptualizar de nuevo la economía de mercado y el Estado de acuerdo a lo que Michel Bauwens llama una triarquía "que comparte la autoridad gubernamental con el procomún: Mercado/Estado/Procomún". Pero en su planteamiento, Bollier reserva un papel para el estado en el ámbito de los comunes: como administrador fiduciario de los recursos de uso común que por su tamaño "necesitan estar bajo el cuidado del gobierno".  Y cita ejemplos como el Fondo Permanente de Alaska (con el que se financia el único ejemplo de Renta Básica Universal del mundo que lleva décadas funcionando).

Bollier también resalta la necesidad de crear nuevas instituciones:


"Es imposible gestionar de la misma manera los CPR [recursos de uso común] grandes y los comunes de un pueblo pequeño. Por eso se necesita una serie más extensa de sistemas institucionales y reglas legales (una «infraestructura de los comunes»).(...) Esto  nos  traslada  más  allá  de  los  comunes administrados  por  el  Estado,  hasta  dar  con  formas  completamente  novedosas de respaldo estatal para el procomún. (...) El  reto  al  diseñar  esto  consiste  en encontrar un modo de gobernar los CPR al nivel de gestión más bajo posible («subsidiariedad») y con múltiples centros de autoridad. Los niveles del procomún se diversificarían y cada uno se “anidaría” en un nivel más alto de gobernanza, lo cual responde al concepto de «policentrismo», idea que Elinor Ostrom exploró en su obra." (...) "Necesitamos nuevas federaciones en el sector procomún que tengan capacidad de movilización política. Debemos concebir innovaciones legales que brinden al procomún auténtica legitimidad ante la ley."

Pero podemos matizar o complementar esta visión de Bollier partiendo del contexto de globalización en declive que hemos explorado antes. Ese "respaldo estatal" que menciona presupone o requiere la presencia de estados con capacidad política, no lo que tenemos con la globalización. Por otra parte, la posibilidad del proteccionismo, que ahora empieza a emerger, muestra que el Estado sigue pudiendo actuar en sentido opuesto, limitando la actividad comercial y los compromisos internacionales, siempre y cuando la población lo exija. Pero, como hemos visto, desde su independencia el Estado también puede emular un comportamiento "individualista" o free rider en el contexto internacional, o continuar el proceso de cercamiento de comunes que acaba con ellos para inflar las cuentas nacionales. Por tanto la clave para la gestión de los recursos de uso común a gran escala puede pasar por una recuperación de la soberanía que al mismo tiempo reformule el sentido de este término, (como también sugiere Bollier): una soberanía no plena sino consciente de la interdependencia planetaria, (y que por tanto sería más bien autonomía); una soberanía basada en la democracia real y no en cualquier clase de poder dentro del estado; y una soberanía que distribuya su capacidad de actuar entre el estado, el mercado local y los comunes.

Quizá de esta forma, desde unos parlamentos democráticos que hubieran recuperado su capacidad política por encima de los mercados, sería posible, por ejemplo, establecer acuerdos y reglas de gestión compartida por distintos estados inspiradas en el procomún. Así como el paradigma del mercado autorregulado traslada a los estados la lógica del individualismo competitivo y los convierte en agentes (necesariamente egoístas) de un mercado global, podríamos inspirarnos en la lógica de los comunes -que no son bienes sino una conjunción de bienes, comunidad de usuarios y reglas de gestión- para que los estados actuaran como agentes suscriptores de acuerdos internacionales para la gestión sostenible de los recursos de uso común a gran escala o que no se pueden clasificar fácilmente, (atmósfera, pesquerías, biodiversidad, genoma humano, etc.), velando además por la inclusión y la estabilidad de las poblaciones firmantes de los acuerdos. Podríamos plantearnos los sistemas internacionales como un problema de acción colectiva en el que los sujetos agentes son los propios estados. Simplemente no hemos experimentado lo suficiente ni hemos dado con un capital social -en este caso resultante de la interacción entre los distintos países- que tenga éxito en una gestión común policéntrica tanto de la convivencia como del uso de la biosfera.

Pongamos un caso simple: hay que tener en cuenta que algunos de esos recursos de uso común a gran escala están insertos en territorios nacionales pero tienen una afección ecológica de alcance planetario, (como los bosques primarios), por lo que sería necesario llegar a acuerdos de compensación por la no explotación de los mismos y compartir globalmente el coste de su preservación, al igual que dentro de los estados se dota presupuestariamente el cuidado de los parques nacionales insertos en una provincia concreta pero que se entienden como un patrimonio nacional a proteger solidariamente.

Sea como fuere, (a través de nuevas instituciones transnacionales o por medio de acuerdos internacionales), lo que ahora debería estar preocupando hasta la obsesión a todos los países desarrollados o medio desarrollados es cómo proporcionar autonomía a esa gran parte de la humanidad que, si no la obtiene, va a quedar aún más excluida y empobrecida en las próximas décadas por problemas de sostenibilidad, convertida en refugiados climáticos o movilizada como fruto de las guerras por los recursos, y que lógicamente intentará desplazarse para salvarse, como ya ha empezando a hacer, por pura desesperación. Lo que estamos viendo en nuestros días no es una libre circulación de personas en un mundo solidario, equilibrado y tolerante, es una emigración masiva y forzosa, lejos del ideal de cualquiera de los que huyen, y provocada por la política de las principales potencias al servicio de sus corporaciones.

Más allá de la paz (o precisamente para lograrla y preservarla), habría que reivindicar la convivencia, un concepto que apela a la vida, no a un mero estado de la sociedad, y que requiere unas reglas adecuadas para garantizar la inclusión, el respeto y la sostenibilidad por encima de lo que convenga al “dinamismo” de los mercados o a la razón de estado. Todos deberíamos valorar mejor el talento desperdiciado con la exclusión global, talento que necesitamos para la aportación de soluciones comunes. Pero esto requiere dar acceso a la estabilidad vital y al conocimiento a todos los cerebros del planeta. 

Necesitamos una visión para el mundo alternativa, no centrada en la integración de los mercados y en la creación de deuda sino en el desarrollo de políticas públicas acordadas desde parlamentos democráticos para favorecer la autonomía económica de cada pueblo del planeta y para dotar de servicios públicos básicos a toda la humanidad. En lugar de tratados comerciales, necesitamos presupuestos públicos comunes para determinados objetivos compartidos. Necesitamos normas democráticas para la gestión internacional de recursos de uso común a gran escala. Y necesitamos que el comercio esté protagonizado por los estados en lugar de estarlo por las grandes empresas, cuya acción política (a través de lobbies y movimientos de capital) no responde a la democracia sino a una serie de funciones matemáticas que determinan la rentabilidad de sus inversiones y clausuran el sentido de nuestra actividad, (sometida a la lógica de un cubo impersonal). 

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