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martes, 17 de mayo de 2016

Bienvivir, bienamar: nosotros en la edad del yo*

La sociedad de consumo, la otra cara del turbocapitalismo global que vivimos, nos presenta el mundo como una gran manzana que engullir, un conjunto de experiencias episódicas que hay que degustar y devorar sin pérdida de tiempo, antes que decaiga el brillo de la novedad. El modelo es el éxito, el objeto es el símbolo y la experiencia es el premio. La aparente cornucopia de placeres tiene el efecto contrario al deseado, un individuo infeliz y alienado de sí mismo, refugiado en la inconsciencia, que puede derrumbarse al menos traspiés. Sus relaciones afectivas, de existir, serán frágiles y superficiales. En este entorno adverso, el individuo debe reconstruir su capacidad de amar para satisfacer plenamente sus necesidades humanas.



Existe una impresión, que creo está muy generalizada entre la población, de que asistimos a un deterioro progresivo de las relaciones sociales en los llamados países desarrollados, impulsado por los cambios en los estilos de vida que nuestras sociedades han sufrido de forma acelerada en las últimas décadas. Sin embargo, no es fácil probar esto con datos, así, en España el número de hogares de menores de 65 años formado por una sola persona creció hasta casi triplicarse, un 271%, entre 1991 y 2011, y ha seguido creciendo a buen ritmo desde ese año. Sin embargo, que las personas vivan solas no tiene necesariamente que indicar un deterioro de sus relaciones sociales, aunque sí parece claro que la relación de pareja ya no es para toda la vida para una parte cada vez mayor de la población. Por otro lado, cada vez existen más estudios acerca del problema de la soledad, precisamente por la creciente preocupación en torno a esta cuestión, pero no disponemos de datos que nos permitan comprobar la evolución de este sentimiento con el tiempo. El informe La soledad en España señala que un 7,9% de la población mayor de edad vive aislada socialmente, de estos un 80% se sienten solos, pero solo un 60% de los que viven solos por decisión propia sienten la soledad, y solo un 50% de los que viven en compañía. El informe cita pistas que estarían denotando un aumento de la soledad

Otros indicadores que posiblemente estén dando pistas también del auge de la soledad son el aumento de la tasa de suicidios en España, así como el incremento de enfermedades mentales, ya que en el origen de muchas de ellas estarían estados solitarios previos.


Aunque la soledad es un fenómeno transversal, y uno de los grupos vulnerables son los jóvenes hasta 30 años, el grueso de los solitarios son mayores, lo que no resta validez a la argumentación que desarrollo en el artículo, dado que sentirse solo es sentirse no amado, y ello denota la escasa capacidad de amar de nuestra sociedad. Al fin y al cabo el cuidado está evidentemente relacionado con el amor, con preocuparse y ocuparse activamente por alguien. No es extraño pues que hayan disminuido drásticamente los nacimientos, salvo en los países que ofrecen fuertes incentivos económicos para ello, como Francia. En la actualidad, los hombres, y sobre todo las mujeres que declaran abiertamente no desear tener hijos reclaman lo que Zygmunt Bauman denomina derecho a ser reconocido, es decir, que se vea su elección como algo completamente normal:

Durante mis años fértiles, he tenido todo el tiempo del mundo para tener hijos. Tuve dos relaciones estables, una de ellas desembocó en un matrimonio que aún continúa. Mi salud era perfecta. Podría habérmelo permitido desde el punto de vista económico. Simplemente, nunca los he querido. Son desordenados; me habrían puesto la casa patas arriba. Son desagradecidos. Me habrían robado buena parte del tiempo que necesito para escribir libros.

Junto a este grupo, también reclaman su derecho a ser reconocidos los que se definen como asexuales. No seré yo quien se lo niegue, la libertad de elección, la igualdad y el derecho a una vida digna están por encima de cualquier consideración. Lo que intentaré será exponer los condicionantes sociales que hay detrás de todo este conjunto de fenómenos, que evidentemente los hay, solo podemos explicar la menor duración de la relación de pareja a través cambios sociales, como también solo podemos explicar de esta forma que el porcentaje de población que se declara asexual sea muy distinto en Japón que en los países occidentales:

una encuesta de la Asociación de Planificación Familiar de Japón (APFJ) mostró que 45% de las mujeres entre 16 a 24 años no estaba interesadas, o incluso rechazaban, cualquier contacto sexual

Nuestro punto de partida será por tanto la frase atribuida a Jean Paul Sartre “Cada hombre es lo que hace con lo que hicieron de él” ¿Y qué es lo que hicieron de nosotros? Hicieron que nuestra característica más definitoria sea la de consumidores, y ello tiene profundas implicaciones que ya explicamos. En la sociedad de consumo nos vemos a nosotros mismos como un producto en un mercado, pensamos en nuestras particularidades físicas, las habilidades y conocimientos que adquirimos o los productos que usamos, y su marca, como características que nos dan un valor de cara a establecer una relación con los demás. Y valoramos de la misma forma al resto de personas. El éxito es el modelo, en el sentido de ser un producto atractivo. Las relaciones amorosas no son una excepción a la regla, y esto ya lo percibió Erich Fromm tan pronto como en 1956, antes incluso del surgimiento de la sociedad de consumo. En su libro El arte de amar señala:

Toda nuestra cultura está basada en el deseo de comprar, en la idea de un intercambio mutuamente favorable. La felicidad del hombre moderno consiste en la excitación de contemplar las vidrieras de los negocios, y en comprar todo lo que pueda, ya sea al contado o a plazos. El hombre (o la mujer) considera a la gente de una forma similar. Una mujer o un hombre atractivos son los premios que se quiere conseguir. “Atractivo” significa habitualmente un buen conjunto de cualidades que son populares y por las cuales hay demanda en el mercado de personalidad. […] De cualquier manera, la sensación de enamorarse solo se desarrolla con respecto a las mercaderías humanas que están dentro de nuestras posibilidades de intercambio. Quiero hacer un buen negocio; el objeto debe ser deseable desde el punto de vista de su valor social y al mismo tiempo, debo resultarle deseable, teniendo en cuenta mis valores y potencialidades manifiestas y ocultas. De ese modo, dos personas se enamoran cuando sienten que han encontrado el mejor objeto disponible en el mercado, dentro de los límites impuestos por sus propios valores de intercambio.

El modelo es el éxito, y el objeto es el símbolo, aunque en realidad no sea más que un medio, una forma de mediar las relaciones humanas.

La acumulación de experiencias, junto con la adquisición de objetos de consumo, es la forma de “capitalizarse”, adquirir un valor de cara a los otros, invertir en uno mismo. Es la forma de posicionarse en el mercado de la personalidad donde los futuros amantes se validan intersubjetivamente y esperan realizar un buen intercambio, encontrar un compañero de igual o mayor valor de cambio que ellos mismos.

No es difícil observar que esto es problemático de cara a las relaciones humanas, si concebimos nuestras relaciones en función del coste y beneficio, como una transacción ¿que pasa cuando un miembro de la pareja percibe que su valor en el mercado ha subido, por ejemplo por un ascenso, nuevas habilidades, envejecer mejor que su pareja? El intercambio ya no le resultará provechoso, en consecuencia buscará otro, romperá su relación y buscará otra que se adecue mejor a su valor de mercado.

Incluso los medios a través de los cuales intentamos adquirir “valor de mercado” pueden convertirse en un fin en si mismos, y hacer todavía más frágil la relación ¿Que ocurre cuando descubrimos que nuestras experiencias no están a la altura de la publicidad?

Últimamente las expectativas de la vida sexual son tan altas que nos han vuelto desdichados, losers, eyaculadores precoces, demandantes de cirugías plásticas vaginales o alargamientos de pene, aspirantes a utilizar técnicas que ni las geishas más experimentadas dominan, catadores profesionales de practicas sexuales en busca de aquella que “si sea para tanto”

¿No buscaremos nuevas experiencias? ¿Alguien que nos permita adquirir más “capital”?

Cuando percibimos que nuestras relaciones se basan en el equilibrio entre coste y beneficio, que son frágiles, tomamos precauciones al respecto, intentamos no “invertir” demasiado en ellas, estar preparados para disolverlas de forma rápida y poco traumática. En palabras de Zygmunt Bauman en su obra Amor líquido

Por supuesto, un relación es una inversión como cualquier otra, ¿y a quién se le ocurriría exigir un juramento de lealtad a las acciones que acaba de comprarle al agente de bolsa? ¿Jurar que será semper fidelis, en las buenas y en las malas en la riqueza y en la pobreza, “hasta que la muerte nos separe”? ¿No mirar nunca hacia otro lado, donde (¿quién sabe?) otros premios nos esperan?

Nos esperan otros premios, pero no necesariamente la felicidad volviendo a Amor líquido

Comprometerse con una relación que “no significa nada a largo plazo” (¡y de esto son conscientes ambas partes!) es una espada de doble filo. Eso deja librado a su cálculo y decisión la posesión o el abandono de la inversión, pero no hay motivo para suponer que su pareja, si lo desea, no ejercerá a discreción el mismo derecho, y que no estará libre para hacerlo a él o a ella se le antoje. La conciencia de ese hecho aumenta aún más su inseguridad.

La vorágine consumista tiene una cara siniestra, la necesidad de estimular constantemente el deseo, lo cual se consigue devaluando la experiencia anterior. Ni siquiera de la acumulación de experiencias, o capital personal, podemos esperar gran cosa. Como ya señaló Aldous Huxley, a pesar de la fiebre de nuestra sociedad por los inventos, no hay señales de que estos inventores deseosos de aumentar los dígitos en su cuenta corriente sean capaces de inventar una experiencia nueva que no haya acompañado a la humanidad a lo largo de toda su historia.

El amor y la felicidad están por tanto bajo sospecha, no parece que la nuestra sea una sociedad donde sea sencillo alcanzarlos. Es un problema que en gran parte tiene un origen social, por consiguiente la mejor forma de atajarlo sería socialmente ¿cómo? Tendríamos que pensar en una sociedad menos individualista y que al mismo tiempo permita el desarrollo auténtico de las potencialidades individuales, dado que en el presente el individualismo es un decorado detrás del cual se esconden individuos idénticos, que actúan y piensan de la misma forma y se diferencias en pequeños detalles sobre sus hábitos de consumo. Nadie sabe como puede ser esa sociedad, aunque desde Autonomía y Bienvivir hemos lanzado una hipótesis.

A pesar de las dificultades, en lo que seguirá trataré de alumbrar, tímidamente, una respuesta adaptativa, individual (no podemos vivir de espaldas a nuestra sociedad) a lo que el resto considera bueno o aceptable. La respuesta individual, siendo limitada, no puede evitar ser disruptiva. Amar, en una sociedad en la que esto es raro, puede inducir cambios que vayan más allá de lo que podemos predecir. Nadar contra la corriente no deja de ser disruptivo, aunque se trate de una gota en un océano, si más gente siguiendo nuestro ejemplo se lanza al agua ¿quién sabe si todos juntos serán capaces de cambiar el sentido en el que fluye la corriente? No hay alternativas, solo intentarlo.


Siguiente artículo de la serie Bienvivir, bienamar: el arte de amar

 
*Fragmento de un artículo más extenso que será publicado en La Proa del Argo

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