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lunes, 29 de junio de 2015

Gobierno popular y economía de mercado: el fin de la socialdemocracia


No hace falta ser un observador extraordinariamente agudo de la realidad para percibir que aquello a lo que llamamos socialismo, la socialdemocracia de toda la vida, se encuentra en descomposición a donde quiera que miremos ¿No lo cree usted así? Bien, veamos algunos hechos.

Manuel Valls, primer ministro del gobierno del partido socialista en Francia, aprueba ley tras ley, primero en febrero, luego en junio para liberalizar la economía, siempre por decreto, para evitar un posible bloqueo del parlamento, dominado por los miembros de su partido. Cree que el socialismo es algo trasnochado, pasado de moda, y de vez en cuando propone cambiar el nombre al partido socialista francés, eliminando precisamente la palabra socialista.

Un poco más al sur, en Italia, el primer ministro Matteo Renzi, aplica políticas similares a las de Valls. La componente social de su política no está muy clara, cuando afirman que la protesta de los trabajadores es la señal de que van en la dirección correcta. La componente democrática todavía menos, cuando promueve y aprueba reformas de la ley electoral que marginan a los partidos minoritarios, y que le permiten parapetarse en el poder.

Por último, en Reino Unido el partido laborista ha sido vapuleado en las elecciones, frente a unos conservadores que lo que promueven es otra burbuja. A pesar de ello, el ex-presidente laborista Tony Blair, dedica sus horas a acumular montañas de dinero, en dudosa correlación con cualquier fin que pueda ser llamado social.

¿Socialdemocracia? Sí, gobiernan en Francia y en Italia, pero en un país lo hacen con poco apego a lo social, y en otro con escaso apego a la democracia.

Podemos ver estos hechos como algo anecdótico, algo fruto de la casualidad y de las circunstancias políticas nacionales. Sin embargo, yo creo que hay, en parte, una causa común, e incluso que esta causa es la principal, es el perro que mueve el rabo de la disolución de la socialdemocracia ¿Cual es esta causa? En el fondo, es el compromiso de la socialdemocracia con la modernidad, con un progreso mal entendido. Este progreso mal entendido les lleva a aceptar una globalización, que lejos de ser la única opción hacia una políticainternacional abierta, es una forma de cerrarla. Está muy bien respetar todas las culturas, pero el multiculturalismo no se fomenta estableciendo la competencia entre trabajadores de países ricos y países pobres, y esa no es la única vía al desarrollo y de mejora de las condiciones de los trabajadores de los países más pobres, como nos demuestra la historia. En definitiva, y llegando a la raíz del problema, lo que pretende la socialdemocracia es un aumento continuo del poder y del control sobre la naturaleza, que en definitiva implica un aumento del PIB.

En este punto es interesante rescatar la crítica que hacía Lewis Mumford al socialismo marxista, en su Historia de la Utopías

De haber sido de alguna utilidad, nuestro viaje por las utopías debería habernos enseñado lo patética que es la idea de que la clave de una sociedad buena se halla sencillamente en la propiedad y el control de la estructura industrial de la comunidad. [...] Si bien muchas de estas propuestas sostenían que la maquinaria industrial, bajo el socialismo, el corporativismo o el cooperativismo, debía servir al bienestar común, lo que les faltaba era una idea compartida de lo que es dicho bienestar común.

Si el socialismo marxista pensaba que bastaba con sentarse frente al timón de mando de la maquinaria industrial para solucionar todos los problemas, los socialdemócratas no tenían una hoja de ruta clara, querían modificar lo que había, la sociedad industrial, para mitigar los problemas que sufrían los más desfavorecidos. Sus armas eran la intervención del estado en la economía, y esta estrategia de desarrollo obtuvo éxitos notables, como por ejemplo en Corea del Sur. Pero en el mundo de libertad de movimiento de capitales que surgió tras la caída de los acuerdos de Bretton Woods, dicha estrategia estaba condenada a desaparecer. El capital había obtenido una ventaja clave, la movilidad, y a los estados solo les quedaba ofertar a la baja, rebajar las condiciones de vida de sus ciudadanos para ser atractivos. En palabras de Zygmunt Bauman

Si el encuentro llegará a producirse por imposición del otro (encuentro entre el capital flotante y la autoridad local), apenas este (el poder local) intentara flexionar sus músculos y hacer sentir su fuerza, el capital tendría pocos problemas para liar sus maletas y partir en busca de un ambiente más acogedor, es decir, maleable, blando, que no ofrezca resistencia.

La globalización, además, parecía algo positivo, un progreso, puesto que mitigaría las molestas rencillas nacionales. Nada más lejos de la realidad, la coordinación a través del mercado oculta que la cooperación directa entre los pueblos es posible.

Llegados a este punto creo que merece la pena echar la vista atrás, para ver lo que nos muestra la historia. Nos lo cuenta Karl Polanyi en el capítulo 19 de La Gran Transformación, Gobierno popular y economía de mercado:

En Gran Bretaña, desde 1925, la moneda estaba en una situación poco saneada. La vuelta al patrón-oro no se vio acompañada de un ajuste correspondiente al nivel de precios, el cual estaba claramente por debajo de la paridad mundial. Pocos fueron aquellos que se dieron cuenta de la absurda vía en la que el gobierno y la banca, los partidos y los sindicatos se habían embarcado de común acuerdo. Snowden, ministro de Hacienda en el primer gobierno laborista (1924), fue un acérrimo partidario del patrón-oro, y, sin embargo, fue incapaz de darse cuenta de que, al intentar restaurar la libra, había comprometido a su partido a encajar una disminución de los salarios o a perder el rumbo. Siete años más tarde, este mismo partido se encontró obligado -por el mismo Snowden- a hacer ambas cosas. En el otoño de 1931, la sangría continua de la depresión comenzó a afectar a la libra, y fue en vano que el fracaso de la huelga general de 1926 hubiese garantizado que no habría una ulterior elevación del nivel salarial, lo que no fue óbice para que se elevase el peso económico de los servicios sociales, a causa concretamente de los subsidios de desempleo concedidos incondicionalmente. No hacia falta un «golpe de mano» de los banqueros -golpe de mano que realmente existió- para hacer comprender claramente al país la alternativa entre, por una parte una moneda saneada y presupuestos saneados y, por otra, servicios sociales mejores y una moneda depreciada -estuviese la depreciación producida por los salarios elevados y por una caída de las exportaciones o simplemente por gastos financiados mediante un déficit-. Dicho en otros términos, había que optar entre una reducción de los servicios sociales o un descenso de las tasas de intercambio. Y, dado que el partido laborista era incapaz de decidirse por una de las dos medidas -la reducción era contraria a la línea política de los sindicatos y el abandono del oro habría sido considerado un sacrilegio- el partido laborista fue barrido y los partidos tradicionales redujeron los servicios sociales y, a fin de cuentas, abandonaron el oro.

En definitiva, el partido laborista no pudo articular políticas para favorecer a sus votantes, de reducción del desempleo e incremento del nivel de vida, por su adhesión al dogma del patrón oro. Pero no fue un caso único

En todos los países importantes de Europa se puso en marcha un mecanismo similar que produjo efectos enormemente semejantes entre sí. Los partidos socialistas tuvieron que abandonar el poder, en Austria en 1923, en Bélgica en 1926 y en Francia en 1931, para poder «salvar la moneda». Hombres de Estado como Seipel, Franqui, Poincaré o Brüning echaron a los socialistas del gobierno, redujeron los servicios sociales e intentaron romper la resistencia de los sindicatos mediante el ajuste salarial.

Todo esto recuerda mucho a la situación actual, aunque ahora los “hombres de estado” lo que tratan de salvar no es el patrón oro, sino el euro o la globalización. No dudo que la "sabiduría convencional" actual, puede ser tan mala como la de los años 20 y 30 del siglo pasado, a tenor de la recuperación de las economías según dejaban el patrón oro.


Después de la crisis financiera de 2008 se han puesto muchas cosas en cuestión, en especial el gasto público y el gasto social, que entorpece el pago de la deuda, pero no se ha puesto en cuestión el sistema monetario, con excepciones, el libre comercio, o la libertad de movimiento de capital. Estos dogmas, son una camisa de fuerza demasiado estrecha, dentro de la cual cualquier política social está destinada al fracaso. La consecuencia de ello es que los partidos socialdemócratas irán perdiendo apoyo, al no poder cumplir sus promesas, presa de sus contradicciones, o irán perdiendo su esencia, convirtiéndose en meras versiones amables de los partidos liberales y conservadores. Esta dinámica no es sostenible, y conduce a la sociedad hacia una ruptura, que en la época de la Gran Transformación de Polanyi fue el surgimiento del fascismo, y que ahora no sabemos cual será. Ese es el gran interrogante, y exige todas nuestras energías y capacidad divulgativa.

lunes, 22 de junio de 2015

Utopía y trabajo

Ha pasado mucho tiempo desde que Keynes predijo que por estas fechas podríamos vivir trabajando unas 15 horas a la semana. ¿Se cumplirán algún día sus vaticinios? Lo curioso es que eso que parece una utopía es posible dados los continuos aumentos de la productividad laboral. No se equivocó en este aspecto sino en la expectativa política e ideológica que adoptaría la sociedad. Así como Marx erró en no prever el efecto de sus propios análisis y la reacción social que suscitaron, Keynes también minusvaloró el peso de la cultura, la previsión sobre cómo nuestras ideas, ilusiones, creencias, temores y condicionantes psicosociales influyen en las apuestas políticas.

Actualmente el marketing predomina como entorno cultural que, gracias al dinero, se mantiene a flote entre un falaz relativismo moral que relega toda apuesta ética. Esto nos ha llevado a transformar necesidades inmateriales en necesidades económicas mediatizadas por el mercado, y a sentir como una necesidad vital la satisfacción incesante de deseos volátiles. Los aumentos de productividad no se pueden traducir en una mayor liberación de las ataduras económicas porque el afán de consumo y de enriquecimiento ocupan el espacio que podría liberarse, marcan el rumbo a seguir, y así nos hacemos depender de un continuo crecimiento.

En lugar redistribuir el tiempo de trabajo y sus frutos, sólo una élite ha aprovechado esos aumentos de productividad dejando a los demás la tarea de producir cada vez más y la amenaza de una exclusión que se decide no erradicar.




Gráfico para los datos de EEUU. La diferente evolución de la productividad y los salarios:

Por otra parte estamos en un momento en el que el propio exceso productivista puede acabar arruinando la sostenibilidad del medio ambiente que lo soporta y que nos soporta. A lo que se añade la ceguera de la economía neoclásica ante el declive de los recursos fósiles que han nutrido todo este crecimiento, insustituibles en la dimensión de su aporte energético y en su cualidad. Esto sin duda afectará a las posibilidades económicas futuras y llevará a que sectores básicos, como la alimentación, vuelvan a tener mayor peso tanto en los agregados macroeconómicos como en la cesta de la compra, y también en la proporción de trabajo humano que requieran.

¿Cuál sería entonces el papel ideal del trabajo? No podemos dejar de tener en cuenta todo lo anterior al pensar en una utopía, al plantear un futuro deseable que tenga visos de ser posible, el mejor futuro posible para todos teniendo en cuenta los límites y condicionantes de la realidad.

Podemos empezar por aislar el factor trabajo para observar el valor que pueda aportar (o no) por sí mismo a nuestras vidas. De entrada puede sonar paradójico hablar de trabajo en un mundo utópico, pero el trabajo, entendido como actividad que no se hace por placer sino como necesidad, también cumple algún papel en nuestra vida diferente al de la mera obtención del sustento necesario. El trabajo nos pone en contacto con la realidad que nos constituye y que nos sostiene, la realidad material y la realidad social. El trabajo es una forma de reconocer nuestras condiciones existenciales. Por tanto, incluso en el hipotético caso de que pudiéramos dejar de trabajar gracias a la mecanización y a la programación de toda la producción básica, habría que plantearse la necesidad de mantener cierta dosis de trabajo como forma de contacto con la realidad, con sus leyes y con nuestra responsabilidad sobre ella.

Cosa distinta es determinar qué cantidad de trabajo es la adecuada para no perder de vista ese vínculo con las condiciones de la vida. Si sólo tenemos en cuenta este valor psicológico, sin duda sería conveniente dedicar al mismo una porción de nuestro tiempo mucho más reducida que en la actualidad, y su importancia también sería mucho menor, quedando muy alejado de la posición de centralidad que ocupa en nuestras vidas hoy día, (posición que entonces estaría ocupada por el conocimiento, la responsabilidad y la iniciativa voluntarias). En ese mundo la necesidad de trabajar estaría determinada por su beneficio psicológico en la medida en que el trabajo lo aporte, dejando atrás el hastío embrutecedor que suele suponer, y no sería concebido como un castigo divino o como una fuente de virtud por sí mismo, (virtud que hoy por hoy se supone mayor cuanto mayor es la carga autoinfligida).

Ahora introduzcamos el resto de variables. Si las limitaciones físicas y económicas imponen que en conjunto vamos a tener que trabajar más para obtener menos como consecuencia del declive de los recursos energéticos y materiales, o como consecuencia de un incremento de las dificultades naturales (caos climático en ciernes, sexta extinción masiva de especies en curso, etc.), la realidad ambiental se encargará por sí misma de imponer el grado de trabajo necesario para cubrir las necesidades básicas de todos. Pero se abriría una discusión sobre la forma de organizar y de distribuir ese trabajo y sus beneficios. Es decir, seguiría siendo necesario decidir políticamente cuál es el modo ideal de organizar el trabajo en la sociedad porque no hay una sola manera de hacerlo. Siempre habrá un modo más utópico que otro.

La actividad política que consiste en pensar la utopía no puede basarse en un mero cálculo sobre los límites y las leyes de la física. Tanto en el caso de que decidamos repartir ya la productividad ganada de la que sólo se han aprovechado las élites, como en el caso de un incremento de la necesidad conjunta de trabajar, lo que decidamos también estará determinado por nuestras expectativas, por la forma de interpretarnos, de entender nuestras necesidades y de dar satisfacción a las mismas, es decir, por la influencia de la cultura predominante (que a su vez podemos modificar, y he ahí la esperanza). De modo que el pensamiento utópico, acaba siendo una reflexión sobre nosotros mismos que si no determina, sí condiciona nuestro devenir orientando los pasos del presente. Será necesario un ejercicio de deliberación utópica del que emerjan los principios ideales de la organización del trabajo.

Si tenemos en cuenta todo lo anterior, la formulación ideal de estos principios establecería un sistema dinámico que incluyera la variabilidad de los recursos disponibles y la necesidad de preservar el capital natural. Así la aproximación a este sistema vendría inspirada por dos polos: un trabajo tan limitado como sea posible (pero cumpliendo al menos con su utilidad psicológica), y tan intenso como sea necesario para una producción que cubra las necesidades básicas de todos (en función de los recursos del momento y sin exceder la biocapacidad del planeta).

Parece lógico deducir que en una utopía el trabajo sólo sería socialmente exigible hasta el punto necesario para, entre todos, proporcionarnos un sustento suficiente a todos, (sea cual sea el grado de trabajo necesario en cada momento para alcanzar ese punto). Por supuesto, a diferencia de lo que ocurre ahora, en justa correspondencia por esa exigencia social, debería ser un derecho obtener la posibilidad de acceder al trabajo, (al empleo o a los recursos suficientes para la autogestión). Y si el mercado o el estado no cubren ese derecho, deberían proporcionar una renta equivalente, suficiente para cubrir las necesidades vitales. Este acceso a una parte alícuota de los recursos disponibles en el planeta sería instituido socialmente como un derecho, no como una posibilidad dependiente de la coyuntura, y sólo a partir de ese orden de cosas tiene sentido exigir un trabajo a cambio del mismo, al menos si estamos hablando de una ética y de una política, (de una utopía), pensadas para la humanidad, y no de una lucha excluyente, a la postre suicida.

Siguiendo este principio de suficiencia para todos queda claro que el resto de actividad humana estaría marcado por la voluntariedad, (incluso cuando fuese actividad remunerada, pues no sería imprescindible ese empleo secundario), es decir, el sentido de todo avance sería el que realmente deseáramos. Es un lugar común confundir el cese del trabajo como actividad exigible con el cese de toda actividad responsable. Las actividades voluntarias y el trabajo reproductivo y de cuidados desmienten con creces esa simplicidad. Y como culmen de las actividades voluntarias, la actividad política ciudadana (no profesional), el ejercicio de la responsabilidad en colectividad, puede y debe ser ejercido con libertad e independencia de las restricciones económicas para ser verdadera responsabilidad y no chantaje.



Por último, si el trabajo puede entenderse como una forma de contacto con la realidad y sus propiedades, será lógico pensar que cada tipo de actividad implica una toma de conciencia diferente. El tipo de trabajos que realizamos hoy en día tiene parte de responsabilidad en nuestro distanciamiento cognitivo respecto a las condiciones naturales que sostienen nuestra vida, con la consecuencia de que resulta más difícil visualizar el desastre que estamos provocando. Sin que esto deba entenderse como un alegato contra la división del trabajo que complicara excesivamente las cosas, al plantearse el trabajo en una utopía cabe pensar que sería deseable recuperar ese perdido vínculo con el medio natural del que formamos parte. Podemos preguntarnos qué clase de trabajos son más "saludables" teniendo en cuenta ese beneficio psicológico que buscamos, (ese vínculo y ese sentido de la responsabilidad), cuáles cumplen mejor esa función.





Pongamos algunos ejemplos orientativos. La alimentación es claramente el sector que más directamente nos pone en indisoluble relación con el medio natural y sus condiciones. Somos lo que comemos y dependemos de ello. Por tanto sería saludable que todo el mundo estuviera directamente relacionado con este sector. Y la forma ideal de hacerlo pasaría por alejarnos lo más posible de la agricultura industrial, tratando de acercarnos, en alguna medida al menos, a las condiciones en las que evolucionó nuestro organismo (y para las que este se encuentra más adaptado), aquella actividad que constituyó nuestra genética y nuestra fisonomía cuando éramos cazadores recolectores. Quizá la permacultura podría entenderse como la forma ideal de organizar este trabajo en adelante, una forma de producción que además puede superar los rendimientos de una agroindustria en declive sobre una tierra degradada. También sería útil para reforzar este vínculo con nuestras condiciones naturales implicarse en la (bio)construcción del lugar en el que vivimos, o en la manufactura de enseres personales básicos, (ropa, mobiliario, etc). Y entrando en nuestra condición de seres sociales, adquiriría importancia que todo este trabajo se organizase en colectividad.

Esta autogestión colectiva de lo esencial no tiene por qué entenderse como una vuelta a un pasado pretecnológico (si es que alguna vez lo hubo) o como una renuncia a cualquier otra actividad productiva sino como una recuperación de la cordura perdida, retomada ahora en una medida básica, en una fracción de nuestro tiempo. Para el resto del trabajo remunerado, ya sea cierta producción industrial también necesaria o producción de mejoras y comodidades, la forma de introducir equilibrio social y ambiental vendría de la mano leyes que condicionaran la producción desde la política y la deliberación ética pública sin el estrés social de la exclusión y la represión económica.

La utopía no es un estado de cosas sino un propósito claro al que acercarnos en la medida en que las posibilidades de cada momento lo permitan. En el caso del trabajo ese propósito consistiría en liberar nuestro tiempo en favor de una autonomía compartida recuperando a la vez la cordura en la actividad productiva.

lunes, 1 de junio de 2015

Individualismo inducido

Las teorías capitalistas respaldan la naturaleza egoísta e individualista del ser humano por naturaleza y desde sus orígenes. Estas teorías nos cuentan como el comportamiento natural (incluso a nivel genético) de un ser humano es defender los derechos de propiedad, y las distintas formas de proteger su permanencia y facilitar las distintas transacciones de las mismas –acumular riqueza, al fin y al cabo-. Nos dicen que nuestro individualismo original se desarrolla aún más como resultado de cierta evolución cultural, nos hablan de la autonomía personal de los cazadores recolectores, incluso difunden que -“lo genéticamente incorporado durante la larguísima época en que los cazadores recolectores se adaptaron a su entorno ha resultado ser la base más adecuada para la aparición del capitalismo” (Papeles “Lucas Beltrán” de pensamiento Económico, No1, Pedro Schwartz Girón, CEU) -, más aún, estas doctrinas le dan un trato de excepcional al fenómeno de la colaboración e intercambio entre distintas familias o grupos humanos (“En compañía de extraños” - Paul Seabright, 2004-), y con todo asume diferencias, en estos fenómenos dependiendo de las perspectivas de reciprocidad (no será igual la colaboración en el caso de familias o vecinos, que el de desconocidos a los que con toda probabilidad no se volverá a ver).

En alguno de estos estudios, limitan la cooperación social a intercambios, jerarquías y fuera de esta cooperación quedan los conflictos, resultando, de los tres, el más deseable el intercambio, por su componente de voluntariedad en este ejercicio. Sostienen que el mecanismo de la competencia individual mantiene un equilibrio entre los beneficios de las partes involucradas en las distintas cooperaciones sociales. Aseguran que la competencia es el perfecto regulador de una sociedad que ejercita el mercado libre. Este mecanismo pierde su eficacia en el campo jerárquico por la capacidad de los estados de ejercer la violencia y la coacción para forzar la obediencia (ejercidos mediante conflictos armados, la justicia o los impuestos). Según este discurso, los estados (las jerarquías), son un problema que introduce palos en las ruedas del libre mercado por desestabilizar el mecanismo de equilibrio de la competencia. De ahí la aversión que tiene el discurso liberal por los estados y sus regulaciones. Resumiendo: se defiende un modelo económico como el capitalismo, dotándole de un respaldo nacido en la propia naturaleza del ser humano, en sus genes, en el amanecer de la especie, y su historia, mientras que limitan nuestro comportamiento a un comportamiento de mercado: intercambios de cualquier tipo con fines más o menos interesados, los cuales se sitúan en el eje de la existencia de cada individuo.

Este razonamiento, además de falso desde el punto de vista de la biología (1), rezuma interés y manipulación, ya que, si bien será cierto que la cooperación dentro de los grupos humanos tiene cierto componente de interés particular de las partes, no sería tanto un interés cuantitativo como cualitativo, es decir, los grupos sociales arcaicos (y hasta hace no mucho podía verse en ciertos grupos culturales indígenas cuyo modus vivendi ha quedado congelado en el tiempo), mantendrían una cooperación e intercambio basados más en las relaciones humanas que en el valor subjetivo de la mercancía. Los intercambios o prestamos de servicios o mercancías no esperarían tanto una contrapartida igual o del mismo valor (tanto es así que en algunas culturas está muy mal visto el devolver lo prestado porque se asume que la persona no quiere tener relación alguna con la otra parte), como el alimentar un interés grupal, una relación de confianza que, si se afianzaba debidamente haría que se creara una fuerte cohesión social, con lo que se aseguraba la protección, por parte del colectivo, de todos los individuos que lo componen en los momentos difíciles (enfermedad, accidente, escasez,...). En realidad el interés “egoísta” de esta cooperación crearía uniones más fuertes dentro de los grupos y los individuos desarrollarían comportamientos que se pueden definir como altruistas. Todos los componentes de una comunidad desearían pertenecer a la misma siempre que se sintiesen arropados por la protección que les da el apoyo mutuo (2).

De esta forma, en los albores de la historia humana, el mercadeo y la competencia pasarían a un segundo plano, lo cuál no quiere decir que la  economía material y de recursos no fuese de gran importancia, sino que era primordial la “economía de relaciones personales”.Para los grandes poderes económicos es en extremo necesario que la sociedad desestime sin ninguna duda la cooperación altruista como parte del ser humano, puesto que, aunque explotar nuestras habilidades cooperativas en las factorías les es muy necesario, esas características también son el germen de ciertos comportamientos de protección y defensa de colectivos humanos como las luchas por derechos sociales y laborales. Esto es inadmisible porque es un enorme escollo en el camino del negocio. Mucho mejor es que nos movamos en un mundo de competencia, donde la persona que me acompaña es un rival y no alguien en quien pueda confiar...

De esta forma, y a base de adoctrinamiento, hemos llegado a asumir como verdad absoluta nuestro comportamiento individualista y competitivo. Si tanto es su interés por este discurso, y asumiendo que las prioridades y lealtades de estos poderes fácticos es contraria a los de la mayoría de la población, habría que poner en duda la veracidad de estas teorías, más aún si se pueden encontrar montones de ejemplos, desde los albores del hombre, que son contrarios a lo ya explicado.

Las comunidades cazadoras recolectoras (en contra de lo que predican en la Introducción a la antropología del capitalismo en los papeles “Lucas Beltrán”), utilizaban estrategias de caza y emboscaban a sus presas en batidas, donde cada individuo trabajaba como el pequeño engranaje de un mecanismo perfecto (así lo demuestran multitud de registros arqueológicos prehistóricos, como los de Tirig, en Castelló); y por supuestísimo no existía el afán acumulativo que lleva implícito el capitalismo. En Atapuerca tenemos el ejemplo de Miguelón, un Homo heidelbergensis que sufrió durante meses una terrible infección en la boca que se le extendió al hueso de la mandíbula, y sobrevivió gracias a los cuidados del grupo, debían alimentarle dándole la comida previamente masticada, lista para tragar. En la cultura Minoica el rey recaudaba absolutamente toda la producción y posteriormente la repartía entre toda la población para cubrir la necesidadde todos, lo cual nunca provocó ningún conflicto entre los habitantes de la isla (al menos no hay registro de conflictos por este motivo). El hecho de la enseñanza en sí, compartir conocimientos, técnicas de fabricación de útiles, de caza, pesca y recolección, ya es un ejercicio de cooperación grupal gracias al cuál hemos avanzado y evolucionado (contrario, como no podía ser de otra forma, a los inventos estos de las escuelas de “excelencia”, que se han sacado de la chistera últimamente). Incluso un equipo de científicos multidisciplinar encabezados por el psicólogo Dacher Keltmer, de la Universidad de California, están desarrollando un estudio que demuestra que el hombre es altruista y generoso a nivel biológico.

Según Emilio Civantos Calzada, Doctor en Biología de la UCM -por su clasificación en cuanto a descendencia, el hombre sigue la estrategia “K” lo que implica mucho esfuerzo en el cuidado de los jóvenes, Es en los estrategas de la K, donde se ha dado una evolución mayor de los comportamientos de cooperación social, Pero además, los humanos somos animales que actuamos por el bienestar de nuestro grupo social. Esto se llama altruismo biológico y no somos la única especie que lo practica-. Dentro del altruismo biológico hay tres tipos, hasta ahora he mencionado “el de parentesco” y “el de beneficio mutuo” pero el ser humano los posee todos incluido el último nacido de unas estructuras sociales complejísimas - “Como resultado, los humanos somos la única especie que ha desarrollado
un sentido moral” -.

Fué posteriormente, con el comercio entre las comunidades y la acuñación de la moneda, cuando se desarrollarán estos hábitos que tanto defiende el capitalismo imperante: competividad, mercado, intereses, acumulación de riquezas,... Es cierto que hoy estas directrices son un mal muy extendido, sobre todo por adoctrinamiento a través de los medios (el desconocimiento de las consecuencias de nuestras costumbres o la lejanía de los resultados impiden la empatía con otros), la propaganda, quizá por el diseño de nuestro modo de vida, la organización de horarios, y un acentuado comportamiento de imitación de la mayoría...no lo sé, pero lo que sí sé es que a pesar de años y años de adoctrinamiento en favor de la defensa del mercado, de la competencia, del acaparamiento, la enorme fuerza altruista aún bulle en nuestro interior pugnando por salir. Aún sucede que montones de personas se asocian convirtiéndose en una fuerza benefactora para viajar a lugares remotos, donde reina la miseria, donde familias enteras mueren de hambre y enfermedad, y luchar con todas sus fuerzas contra las consecuencias del capitalismo reinante en todo el orbe; o se plantan delante de la puerta del hogar de una familia a la que están a punto de desahuciar, sin esperar nada a cambio, y arriesgándose a agresiones físicas y multas para defender los derechos de personas a las que ni siquiera conocen. Solo porque hay algo dentro de ellos que les grita y les dice que la enorme tribu que es la humanidad puede ser mejor, mucho mejor, que debe proteger a los suyos, sobre todo a los débiles y a los enfermos, quizá de forma “egoista”, esperando que algún día alguien haga lo mismo por ellos en caso de necesidad, quizá... pero lo que tienen claro es que el mercado y la competencia nunca debió salir del segundo plano en el que debe estar, siempre por detrás de las relaciones entre personas, del apoyo mutuo.

1.- La biología establece el altruismo genético y distintos niveles del mismo y asegura que hasta a los seres más básicos se les puede clasificar en uno o varios tipos, por ej. las abejas (que en caso de amenaza de la colmena sacrifican su vida con su picadura para defenderla, y tienen que saber de alguna forma que van a morir, puesto que no atacan en forma de enjambre, sino un número muy reducido de ejemplares, salvo rarísimas
excepciones).

2.-Aunque el comportamiento altruista del ser humano va más allá, porque si fuese el interés propio el que lo alimenta, en caso de que un colectivo sea cooperativo, lo racional a nivel individual sería no cooperar, de forma que recibes los beneficios obtenidos por la cooperación del grupo sin tomar los riesgos y esfuerzos que pueda implicar este comportamiento de apoyo mutuo, y esto no ocurre de forma general (es más los individuos que se comportan de esta manera suelen ser discriminados en la sociedad). La visión simplista de los defensores del individualismo y la competencia por naturaleza no se sostiene ante la complejidad y la avalancha de ejemplos que tiran por tierra sus afirmaciones.